Asistimos a la caída de los valores fundacionales, que es
como decir el derrumbe de la civilización. No es un hecho
único en la Historia. En realidad es su constante, la ley
implacable: las civilizaciones, una vez llegan a su cénit,
caen. Y al morder el polvo y deshacerse, pueden hacerlo
según varias posibilidades: con millones de muertos y
terror, o como las flores que se marchitan y expiran en
silencio. Algo se está muriendo ya, y no siempre se siente
el hálito final. Algo de hedor a muerte silenciosa e
indigna se percibe en las calles. Uno sale y se tapa la
boca y las fosas nasales, previendo las vaharadas. Aún no
había un maldito virus bajo la máscara de Ángel
Exterminador, pero la impresión de fragilidad extrema, de
provisionalidad y derrumbe ya se palpaba desde hacía
tiempo.
Cuando los valores decaen, y se es del todo consciente de
ello, hay un vértigo colectivo, una suerte de
densificación del cinismo. La religión del libre
mercado y del individuo autómata que no posee patria, ni
fe, ni familia, ni arraigo, es ya la señal de un cinismo
insoportable, una trampa que las élites no podrán sostener
salvo por recurso a la violencia, física o psicológica, o
por manipulación de la propia sustancia humana.
Vencidos los malos del fascismo, en 1945, y los
malos del comunismo, en 1989, la religión del
individuo sin arraigo, el fanatismo liberal de "derechos
humanos, democracia liberal, y fronteras abiertas" se
quiso volver inatacable, broncínea, inmarcesible. Toda
otra fe y sistema de credos que no se plegara a estos
"valores" fue visto como reaccionario y "populista". Desde
1945, las botas de una psicología norteamericana -casi
militarizada- pisaron Occidente entero y, casi, el orbe al
completo. Las "libertades" siempre fueron libertades
condicionadas a las trazas hechas, circulando por
determinados cauces. La "visibilidad" y las audiencias de
las mentes pensantes se acotaron de manera mucho más sutil
que en los regímenes totalitarios, marcados ya como el Mal
Absoluto (nazismo, bolchevismo). Todo ello a favor de una
superación hegeliana del propio concepto de totalitarismo.
El control "total" siempre resulta imperfecto cuando se
emplean métodos represivos brutales. Las Gestapo y las KGB
del pensar "políticamente correcto" poseen cárceles muy
grandes, de muros invisibles, basadas en el ostracismo
académico, cibernético, y en el "marcaje" del esclavo
fugado. A fuego, quien huye de esta jaula de "libertades
occidentales" es marcado en sus carnes por categorías
denigrantes: "machista", "xenófobo", "islamófobo",
"reaccionario"… Dios sabe cuántas fobias nuevas se
inventará el Sistema mientras éste pueda explotarlas hasta
agotarse su cinismo estructural.
Pero ese "Occidente" que declina, que ya poseía su peste
en el aire antes de materializarse en forma de virus, y en
cuyas calles hace tiempo que ya no hay salud ni aire
limpio para los pulmones de la libertad, no extiende ya su
imperio sobre el globo, ni lo hará más. Ese Occidente
alicaído, bajo vigilancia estrecha de la CIA, la OTAN, los
burócratas de Bruselas, las ONGs todopoderosas, ese
Occidente, decimos, ya hace tiempo que es poca cosa, acaso
un cadáver con rictus grotesco. El rictus de quien da
recomendaciones a otros acerca de cómo envenenarse. Ya
toda Iberoamérica se envenenó, todo el pasado siglo, bajo
las botas yanquis. Los golpes de estado, las corruptelas,
el neoliberalismo saqueador, ahora las sectas evangelistas
y la anglosajonización de patrias…esos fueron los métodos,
la miseria inducida, del neocolonialismo y la dependencia.
De todo ello sabe el continente americano. Ahora, la misma
estrategia, acaso perfeccionada con nuevas técnicas de
ingeniería social, se aplica sobre Europa. Antes que el
"Viejo" (y qué viejo y desdentado) Continente cometa una
infidelidad traficando con rusos y chinos, antes que sus
populismos triunfen y el europeo se vuelva fascista
o, simplemente, imprevisible, es preciso aplicar la
estrategia del caos, del shock, del desorden
meticulosamente inducido. Desde 1945, ese Occidente
anciano y desdentado ha ido de las manos del Plan de
Marshall y de todos sus sucesores. De las ruinas que,
recordémoslo, también causaron los vencedores, salió un
hijo de Occidente hedonista, rijoso, un perfecto burgués
que recibía dosis de libertades concupiscentes pero
renunciaba más y más a las libertades del pensamiento. Ya
los Marcuse y los Habermas, y todo género de policía del
pensamiento, estaban ahí, siempre vigilantes, diciéndonos
lo que teníamos que pensar. La era del post-trabajo, la
era de la post-familia, la era del mundo sin fronteras y
"sin papeles". Pues todo eso ¿para qué? Pues para la
digitalización del propio ser humano, reducido a
bestezuela apta para ser marcada con un código de barras.
La ruina de ese Occidente, en un mundo inevitablemente
multipolar, es la ruina de un mundo en donde el guardián
del liberalismo se retirará de amplias regiones no sin
antes dejar a sus "amigos y aliados" sumidos en el caos, y
en donde se muestra con rostro cadavérico y olor a sangre.
Desde las universidades norteamericanas nos dicen que no
hay naturaleza. Que todo es azar y deconstrucción. Que
todo es relativo. Que no hay varón ni hembra. Que la
infancia es un mito. Que la patria no existe, pues nadie
tiene padre ni madre, ni suelo. Que no hay nada por lo que
luchar. Morían tus vecinos por disparos y bombazos, y era
forzoso cantar "Imagine" de Lennon: ni patrias, ni
fronteras, pero sigue habiendo suelos, tierras duras y
llenas de polvo donde caer asesinados por fanáticos. Desde
los "tanques de pensamiento" nos invitan a no creer en
nada salvo en el disfrute flácido, en la caverna virtual,
en los apretones del cuerpo. No quieres creer, siendo
occidental, que te tratan como a los cerdos, a quienes se
les engorda antes de sacrificar. Se les hace "sagrados"
–que eso significa sacrificar- sirviendo de alimento a un
monstruoso capitalismo que hace años ya debería haber
reventado.
Lo intentaron con el terrorismo económico y la
planificación social. La sociedad occidental se va
haciendo blandita y fofa. Ningún nervio ni tensión
muscular en unos sindicatos subvencionados. No hay clase
obrera, o la hay muy exigua. España y la "Europa del Sur"
ya es un mundo de camareros. En bandeja, si hay turistas,
sólo hay que ofrecer sol, playas y precios bajos. El
coronavirus barre con esa economía precaria. La poderosa
industria y tecnología de Alemania juega con fuego: los
"socios" de los alemanes y otros pueblos nórdicos solo son
admitidos en calidad de naranjas exprimibles. Hace muchos
años que la "construcción europea" consiste en un
constante proceso de endeudamiento del sur. El sur de
Europa, el dique de contención de la africanización del
continente entero, hará crack más pronto que tarde: todo
endeudado, Estados fallidos (el Reino de España es el
ejemplo más palmario), política envilecida, sociedad civil
rota. Una sociedad mediterránea que se emputece pues, a
fuer de no poder ser productiva, sólo aspira a una renta
básica y a una mayor claudicación de libertades ante un
Estado cada día más esperpéntico, inútil, corrupto. Las
crisis capitalistas, ya de por sí despilfarros orgánicos y
necesarios para que éste modo de producción siga
existiendo, a modo de fallas valencianas en las que se
quema plusvalía, devienen cada vez más en crisis
financieras y ataques especulativos, en donde naciones
enteras, antaño orgullosas y hacendosas, se ponen de
rodillas cayendo en manos de los "señores del dinero". A
estas crisis financieras y ataques dimanados desde las
potencias (los yanquis, los alemanes, las redes de
especuladores internacionales) se le sumaron los actos
terroristas en sentido estricto. Muertas o disueltas las
brigadas de rojos y separatistas, esparcidas en muchos
países de Occidente, vinieron con sed de sangre los
"soldados de Alá", con atentados suicidas perpetrados por
esas gentes venidas del desierto y de países sepultados en
la superstición más atroz. El objetivo del terrorismo
islámico, concertado con la imposición de costumbres
extraeuropeas, va logrando sus objetivos, muy queridos por
la ingeniería social: hacer que la vida en la calle, la
convivencia, el día a día, se vuelvan aspectos "duros". Ya
toda Europa, y todo Occidente, se han vuelto jungla. La
solidaridad de los barrios y de los pueblos se ve atacada,
los lazos de comunión social, el arraigo del individuo a
un suelo, a una patria, a una fe y a una familia, los
lazos con amigos a quienes poder abrazar y con quienes
compadrear. Uno se vuelve extranjero en su propia tierra,
extraño en su misma casa, sin poder fiarse de nadie, sin
lazos para poder engancharse en caso de caída. Occidente
entero es hoy ya una caricatura distópica de los propios
Estados Unidos. Gentes venidas de mil sitios, pero no como
emigrantes dispuestos a construir una nueva patria, sino
como átomos sueltos, que son barridos por los
"planificadores" de la ingeniería social globalista y por
los petrodólares. Gentes amalgamadas "que van a lo suyo",
unidos solamente por el sálvese quien pueda, sustituyen al
hombre civilizado que gozaba de derechos y se debía a una
patria.
Europa se muere, e Iberoamérica, también. Occidente se
asoma al abismo. Los valores del mercado han masacrado
todos los demás valores. Con razón, las nuevas potencias
de Oriente dirán: "nosotros sí portamos valores", "aquí
nos queda recuerdo de la Autoridad, la Disciplina, la
Eficacia". Occidente no es capaz de fabricar mascarillas y
aparatos respiradores para frenar un virus. Occidente no
posee capacidad de previsión. Sus leyes y sus uniformados
son capaces de meter a la gente en sus casas por decreto,
pero no son capaces de proteger a esa gente por medio de
una gestión sanitaria profesional y decente. En España
transcurrió mes y medio sin que hubiera mascarillas,
mientras los precios de tan sencillo artículo se
disparaban por los aires. La especulación de los tiempos
de guerra, acaparar bienes de primera necesidad para
obtener ganancia astronómica mientras la gente se muere,
eso fue lo que vimos en Europa. Eso y la rapiña
internacional: estados soberanos que se sientan en la ONU
y que firmaron tratados internacionales de cooperación y
solidaridad, se comportaron como verdaderos
contrabandistas, saqueadores y piratas. Retienen y
confiscan bienes de urgencia vital (mascarillas, trajes de
protección) ya comprados y fletados para otros países.
Retienen y guardan para sí, lo que hubiera debido enviarse
a zonas virulentas. El verdadero rostro de esa cínica y
maloliente Unión Europea se pudo ver durante esta
pandemia. Los países nórdicos, mientras estuvieron libres
del virus (por una mera cuestión de retraso de calendario
y de ciclo de propagación) criminalizaron a los del sur,
vertiendo sobre ellos la "Leyenda Negra" generalizada. Esa
misma "Leyenda" mentirosa que atribuyó a los españoles,
desde el siglo XVI, todo tipo de vicios y maldades, y que
hoy se contraen –en tiempos de capitalismo tardío- al peor
de los vicios, la "negligencia", se extiende al
Mediterráneo entero. Pero el virus circula y acaba
entrando incluso en los rincones del Viejo Continente
donde la Ética Protestante es soberana.
Esa Ética Protestante de gentes austeras, ahorradoras, que
religiosamente "profesan" su iniciativa empresarial debe
ser, también, por lo visto, la Ética de los genocidas.
Hemos penetrado en la zona de máximo riesgo. Las alianzas
se han vuelto dudosas, poco de fiar. Sobre todo el papel
supuestamente benefactor del amigo yanqui se acaba. Ya no
va a haber una “defensa europea” respaldada por el amigo
norteamericano. El repliegue de Trump implica también la
reconsideración de Europa, nuevamente, como campo de
batalla y laboratorio de pruebas. La mascarada militar
prosigue, pero Europa va desnuda, como el famoso emperador
del cuento. Soldados profesionales españoles o italianos
podrán irse al Báltico a hacer juegos de maniobra ante el
"oso ruso", pero las fronteras meridionales de esos mismos
españoles e italianos están abiertas, casi de par en par,
a una masa de personas en cuyas filas se mezcla de todo:
desde gentes muertas de hambre y sin futuro hasta
terroristas bien entrenados y pertrechados. Todos entran,
y al poner suelo en la Vieja Europa consuman la invasión y
sustitución poblacional. Los mismos poderes que obligan a
que los uniformados miren hacia otro lado y descuiden las
fronteras del sur, son los que planifican esa sustitución
étnica de Europa que ya ha querido dejar de ser. “Ha
querido”, significa, fundamentalmente, que sus gobernantes
y líderes desean ese suicidio. La élite globalista es
disforme, descastada, se asemeja cada vez más a un
programa automático que de manera terca y obsesiva busca
alcanzar un objetivo: acumular plusvalías incluso minando
las propias bases que hacen posible esa ingente
acumulación. Hasta aquí, este capitalismo no es
sustancialmente distinto a los modelos observados en la
Historia. Pero lo más característico de nuestros días
consiste en que el programa automático, genocida y
obsesivo, ha incorporado la capacidad de transformar la
propia naturaleza humana para conseguir ese único fin.
En el capitalismo clásico, hubo que cambiar al campesino
en proletario. Hoy, lo que hay que hacer es transformar al
hombre en un trans-humano, en una quimera, un híbrido
entre máquina y bestia erguida. La adicción a la
televisión, a la música yanqui (jazz, rock, pop… hasta
llegar a los subproductos actuales), la hamburguesa y el
perrito caliente (hot dogs)… fueron pasos previos,
no ya solo de una colonización cultural, sino de una
creación del consumidor apátrida, contraimagen del
proletario clásico. Pero la gran transformación, el nuevo
monstruo de Frankenstein vino con la adicción a Internet.
Todavía nadie ha trazado la historia de una sospechosa
dejadez universal. El día en que Internet se abrió a los
menores, sin restricción de edad. Durante siglos, la
civilización ha cuidado de los niños, ha considerado
fundamental que su pureza se conservara, que el
“escándalo” no les afectara. Pero, de golpe, con la
generalización de Internet y del uso de teléfonos móviles
("celulares", como también se llaman) el acceso a las más
sucias y peligrosas páginas no les está vedado a los
menores. Toda una generación de padres y educadores ha
dimitido de sus obligaciones y se ha cruzado de brazos
ante un escándalo mayúsculo. El mayor de la historia.
Se han traspasado todos los límites.
La naturaleza ya no posee límite alguno. Solamente hay
decadencia cuando hay falta de fundamento moral. La
decadencia económica, militar, cultural, social, etc. es
fruto de una pérdida de suelo bajo los pies, el suelo que
proporciona la moral y la espiritualidad. Una moral de
acero, una dación de sentido, le vino a Europa en el
Medioevo. Pueblos semibárbaros del tronco celtogermánico,
y pueblos civilizados pero barbarizados del tronco heleno
y latino, todos, hallaron en su fe en Cristo una traza
para la ordenación del mundo. Ese suelo y cimentación hizo
posible que un mundo en ruinas, allá por el siglo VI,
diera paso a una civilización luminosa, allá por el XII y
XIII. Si Europa fue una unidad civilizatoria se debió a
que antes fue un suelo común de creencias compartidas por
encima de la diversidad étnica y el diferente grado de
desarrollo cultural de cada tribu, aldea, región.
Solamente una religión “densa” esto es, que ofrezca una
traza completa para ordenar la vida y el mundo es capaz de
emprender esa tarea, valedera para mil años.
Ortega y Gasset habló del europeo medieval como un hombre
semejante al Jano bifronte: frente a sí se encontraba la
carestía, incluso la miseria y la necesidad de salir
adelante, de forjar un mundo nuevo entre las ruinas nunca
olvidadas de Roma. Tras de sí, el medieval veía con su
otro rostro el Pasado nimbado con ideales: la nostalgia
del Imperio era la añoranza del Orden, de la legalidad, de
un momento áureo perdido pero que era preciso recuperar en
todos los aspectos. El medieval no era el bárbaro que
mancilló la púrpura de Grecia y Roma, sino el discípulo
tenaz y heroico de aquella Antigüedad nunca del todo
perdida. La restauración imperial era el símbolo de la fe
terrena, de análoga manera a como el Reino de los Cielos
ilumina y salvará esta mísera región terrestre. El Pasado
grecorromano no era una ucronía, un “ideal” inalcanzable y
loco. El Pasado para nuestro hombre medieval era causa
ejemplar, verdaderamente actuante.
Eso devino en un verdadero Renacimiento, mucho más
ordenado y fiel con el legado clásico, cristianizado hasta
la médula: el Renacimiento de los siglos XII y XIII.
Coincido con Spengler en este punto, como en tantos otros.
Las periodizaciones que nos ofrece la Historia escolar no
son creíbles, y funcionan como mamparas que impiden una
adecuada comprensión de la Totalidad morfológica de
culturas y civilizaciones que damos en llamar Historia. El
Renacimiento del XV y del XVI, con todo su “paganismo”,
con todo su abandono y desprecio de la disciplina metódica
“escolástica”, con su caos de sectas, revueltas,
ocultismo, nacionalismo… no se puede comparar con el
apogeo de la Civilización Cristiana: la Alta Cultura de
las universidades, las catedrales, las cruzadas y la
reconquista española, los doctos escolásticos y los
místicos, de fervor y peregrinaje a Compostela. Toda la
Europa que conocemos, en cuanto a solar moral, en cuando a
cimientos del Espíritu se refiere, nació aquí. El
“segundo” renacimiento, aquel que los historiadores
escolares entienden como Renacimiento por antonomasia a
finales del siglo XV y en el XVI en cambio fue el periodo
de crisis, de enfermedad de esa universalidad
cristiana (catolicidad).
Hoy conocemos la desunión y el egoísmo. Los “socios” de la
Unión Europea que se miran de reojo, se vigilan como
vecinos envidiosos, son semejantes entre sí no tanto por
los valores compartidos sino por el aire de familia con
que exhiben sus vicios. Resulta muy superficial confundir
esta mostrenca Unión Europea con la civilización de
Europa, nacida de la Cristiandad emergida poco a poco tras
el siglo VI. Varios países del Este, y, por supuesto, la
Gran Rusia, son parte sustancial e imprescindible de
Europa. Por el contrario, esa Turquía, miembro poderoso de
la OTAN, otra vez islámica de forma militante y arrogante,
aun siendo todavía dueña de Tracia (dueña de una Europa
geográfica), no es ni nunca será Europa. Y las creaciones
artificiales de mini-estados mahometanos en los Balcanes
van pareciéndose cada vez a forúnculos, heridas abiertas,
pústulas y cánceres de una unidad perdida. Volvemos a las
“guerras de religión” que, como suele acaecer, consisten
más bien en grandes choques geopolíticos en los que el
suelo de una civilización enrojece con la sangre vertida,
manipulando locura y estupidez. Agentes geopolíticos
extra-europeos vuelven a tomar Europa como campo de
batalla y cementerio gigante. Las guerras comerciales que
harán de Europa un caos y un matadero están a punto de
llegar. No hemos caído bajo un virus solamente. Deshechos
estábamos ya.
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