Ya pasaron los tiempos de presentar a Marx como un
científico. Ese nuevo Galileo, ese nuevo Darwin, ese Colón
que descubre el “Continente Historia”. Discursos como el
de su amigo Engels ante el cadáver del filósofo que
“descubre” las leyes de la Historia han confundido a miles
de intelectuales y a millones de obreros y activistas. No
hay tal cosa como el “materialismo histórico”. Cuanto
antes dejemos claro que no hay una “ciencia materialista
de la historia” antes podremos entrar en el núcleo
ontológico de los problemas sociales, políticos,
civilizacionales. Marx fue, antes que nada, un teórico del
ser social, un genial constructor de una “ontología del
ser social” (C. Preve).
Esta afirmación no implica que en el marxismo de Marx, en
el de sus epígonos y, en general, en la filosofía social y
política no tengan cabida los estudios empíricos y las
hipótesis causales. Ello es necesario. Atender a lo real y
a lo empírico a Marx le resultó imprescindible y a
cualquier intelectual que pugne por la superación del
capitalismo le importa mucho hacerlo, so pena de caer en
una acción puramente libresca. Leer libros y sintetizar
cuanto ellos dicen no está mal. Ojalá gran parte de lo que
hoy llamamos izquierda lo hiciera. Si leyeran a Marx, y si
lo hicieran en clave realista, no caerían en los errores y
crímenes en que están cayendo. Pero esta acción libresca
sólo es una parte de la praxis. La praxis precisa del
dato, del estudio de campo, del “sano empirismo” también.
Y con todo, ni el academicismo ni el convertirse en una
red captora de datos definen la praxis marxista.
La praxis marxista es una superación de la contemplación (theorein)
del Ser Social. Diríase mejor que es una
súper-contemplación. La praxis marxista, y no ninguna
“ciencia del materialismo histórico”, consiste en
encararse con el Pasado. Hacerse cargo de él,
interpelarle, decirse qué hay de él en mí, y que puedo yo,
qué podemos nosotros hacer para hacer que ese Pasado no se
vuelva despótico. Como dice mi amigo Diego Fusaro, buen
aprendiz de Gramsci y de Preve a un tiempo, se trata de
“desfatalizar lo existente”. El Pasado no encarado, el
Pasado asumido sin más, como inexorable rueda a la que nos
atamos y de cuyo género nos vemos condenados a participar,
es un Pasado que, como tal, resulta inmodificable. Santo
Tomás ya decía en la Suma de Teología que el Pasado
ni Dios puede cambiarlo (otra cosa sería decir que Dios
podría haber hecho que el Pasado fuera otro). No hay
Poder, por divino que sea, que transmute el Pasado. Pero
sí hay un poder, el de la razón y el entendimiento
humanos, que es capaz de “desfatalizar” el Pasado. Y ¿cómo
puede desfatalizarse el Pasado? Devolviendo a las masas
populares su capacidad de resistirse al Horror.
Devolviendo a la conciencia colectiva de la sociedad su
sentido de ser sujetos dotados de poder práxico.
El Capitalismo se deshace si las masas son conscientes de
que la realidad es modificable, y llega a la convicción de
que las estructuras que se presentan de manera
naturalizada no son naturaleza, sino Historia, como
coagulación de la propia praxis humana anterior. El
hispano-judío Espinosa dijo: “el vulgo es temible
cuando pierde el miedo”. El Capitalismo lo sabe, por
eso quiere un “vulgo” medroso, que viva su presente
(incluyendo la relación con su pasado) de manera
fatalista, como si se moviera a empujones de múltiples
determinismos.
La acción de unas masas libres (sin miedo) envuelve
necesariamente la “contemplación” del Pasado, y su
asunción ontológica adecuada. El Pasado como tal es
inmodificable, pero la sombra de ese Pasado sobre nosotros
sí es responsabilidad de quienes nos ponemos del lado de
la acción de las masas, de un vulgo que ha perdido el
miedo.
Escribe E.P. Thompson:
“El pasado humano no es una agregación de historias
discretas, sino un conjunto unitario de comportamientos
humanos, en los que cada aspecto se relaciona de
determinadas maneras con los otros, análogamente a como
los actores individuales entran entre sí en determinadas
relaciones (mediante el mercado, mediante relaciones de
poder y subordinación, etc.). en la medida en que estas
acciones y relaciones dan origen a cambios, que se
convierten en el objeto de la investigación racional,
podemos definir esta suma como un proceso histórico, es
decir, una suma de prácticas ordenadas y estructuradas de
maneras racionales. […] Los procesos acabados de cambio
histórico, con sus intrincadas relaciones causales,
ocurrieron de verdad, y la historiografía puede falsearlos
o entenderlos mal, pero no se puede en lo más mínimo
modificar el estatuto ontológico del pasado. El objetivo
de la disciplina histórica es alcanzar esta verdad de la
historia” [E. P. Thompson, Miseria de la Teoría,
Barcelona, Ed. Crítica, Barcelona, 1981, p. 70].
El marxismo, lejos de ser una “ciencia” del pasado,
ciencia llamada materialismo histórico, es una comprensión
de los procesos que se dieron en el pasado, procesos de
institución y coordinación de relaciones entre los
hombres. Dentro de esos procesos pretéritos hay que
prestar atención a las relaciones entre las clases
(dialéctica de clases), pero no sólo. También incumbe,
como filosofía de la praxis de ese pueblo “que ha perdido
el miedo”, la comprensión de la dialéctica de los Estados
(Geopolítica). Ambas clases de dialéctica se inscriben en
la lucha más general y transhistórica entre dominantes y
dominados. Ésta lucha o dialéctica entre el Amo y el
Esclavo se da en toda época y modo de producción, pero es
a partir de la llamada “Modernidad” cuando la lucha
deviene lucha descarnadamente economicista. La Economía
capitalista se caracterizará, a partir del siglo XVI, en
la herramienta de subordinación de todas las estructuras
sociales de dominación a una sola, fundamental: la
explotación del trabajo asalariado. Es a partir de la
conversión del trabajo en una mercancía y no otra cosa (un
servicio, un esfuerzo bajo coacción, una prestación…) como
el Capital llegó a dotarse a sí mismo de una soberanía
absoluta, plegándose ante él todas las estructuras de
dominación preexistentes, liquidándose o transmutando de
manera drástica en orden a cumplir sus nuevas funciones
como máquinas auxiliares de la explotación.
La dialéctica de los Estados pasó por las fases de
instrumentalización de éstos mismos estados en beneficio
de una mayor explotación de una clase (burguesa) sobre
otra (proletariado). Pero tal dialéctica, en su fase
imperialista, pasó a otro nivel esencialmente diferente
cuando el propio proletariado se reconoció a sí mismo una
“apariencia”, inexistente en las dos guerras mundiales.
Esto aconteció cuando los obreros de potencias
capitalistas se dejaron matar entre sí, con el uniforme
puesto, y bajo la bandera de diferentes potencias
nacionales. No hubo un “pacifismo” proletario
internacionalista, y nunca más lo habrá. Fue utópico. El
propio “pacifismo” forma parte de la Geopolítica que es,
en sí misma, guerrera. La potencia dominante y bien armada
difunde el pacifismo entre los pueblos a los que quiere
mantener bajo su bota, des-potenciándolos hasta en sus
mismas entrañas. Es como si un don Juan “conquistador”,
que no quiere rivales, les persuadiera a éstos de la
necesidad de su castración.
Desde las universidades yanquis y los movimientos “pro
derechos civiles” norteamericanos han surgido un sinfín de
interpretaciones castrantes aptas para consumo de masas
periféricas. El “centro” se encarga de despertar la
“cultura de la no violencia” con vistas a garantizar un
monopolio de la violencia. Los Estados Unidos castran a
los rivales y se quedan como monopolistas del cortejo, se
quedan de don Juan. Pero en realidad, Occidente entero ha
quedado contagiado de ese virus de la “no violencia”
consistente en admitir, sin más, con abundantes dosis de
“fatalismo”, que sólo hay un Centro monopolista de la
Violencia y una Periferia que está “en el eje del Mal”, en
el “subdesarrollo”, y que no se deja homologar con las
“democracias liberales”.
La dominación económica muestra impúdicamente sus
resortes, más tarde o más temprano. Por ello, ésta precisa
la generación de una alienación cultural, de una
dominación ideológica. La producción, en sí misma, no
entraña alienación. Es la cosificación que exige el modo
de producción capitalista la que implica alienación.
Escribe Ángel Prior:
“…la alienación es un fenómeno propio del capitalismo y
los economistas están equivocados al considerar
inseparables la alienación y la objetivación. La inversión
entre objetivación y alienación es pura necesidad
histórica, pura necesidad para el desarrollo de las
fuerzas productivas desde un punto de partida histórico
determinado, o desde una base históricamente determinada,
pero en modo alguno una necesidad absoluta de la
producción (…)” [A. Prior, La Libertad en el
pensamiento de Marx, Univ. de Murcia/Univ. de
Valencia, 1988, p. 118].
El Capitalismo produce las relaciones sociales que
requiere para su propia perpetuación, y esta misma
aseveración es tautológica, pues ¿en qué consiste el
Capitalismo? No es más que ese sistema de relaciones
sociales basado en la explotación de la fuerza de trabajo,
y la modificación de toda relación social que sea un
obstáculo para la concentración y producción de capital se
hace para él necesaria, tanto desde un punto de vista
funcional como intencional. El sistema, para perpetuarse y
para mejor lograr la producción de plusvalía, no puede
dejar de hacerlo. Todo el “retorcimiento” de la naturaleza
humana, el hecho de que deje de haber naturaleza humana
como proceso “moderno” y “posmoderno”, es un producto del
Capitalismo. En la propia sustancia de éste modo de
producción está presente la necesaria abolición y
claudicación de la naturaleza. Era preciso domesticar al
Cristianismo, religión para la cual la Naturaleza es
Creación, y todo hombre es Criatura y por ende, no cabe
manipulación de la sustancia de cada criatura. La
naturaleza, lejos de contemplarla, al modo griego y al
modo cristiano, había que “violarla” (Bacon). Ahora resta
cometer esa violación con los últimos bastiones, la
familia, la infancia, la maternidad, las acciones
voluntarias del individuo humano. Todo está colonizado y
mercantilizado. Y cada vez más.
Sin embargo, no es lo mismo objetivación y alienación.
Volvemos a A. Prior:
“Marx rechaza la identificación entre objetivación
y alienación. La objetivación es un modo de
existencia natural del ser humano. Un ser cuya naturaleza
no se halla fuera de él no es natural. Para ser objetivo,
un ser ha de tener un objeto fuera de sí, de lo contrario
se convierte en una quimera. Para Marx, la alienación es
tajantemente diferente de la objetividad. Mientras la
objetividad es característica del trabajo en general, por
el contrario, la alienación es consecuencia de la división
social del trabajo en el capitalismo” (Prior, op. Cit.
P.105].
En el trabajo y en la ciencia, el hombre objetiva con su
praxis. En la propia relación que el hombre –en realidad,
los pueblos, las naciones, las comunidades- con el Pasado,
con su Pasado, debe haber una objetivación. Ello no tiene
nada que ver con la tan traída y llevada “memoria
histórica”. Como “memoria”, ésta es pura subjetividad. La
antropología marxista no puede poner en el mismo plano el
mito, la leyenda, la ideología y la subjetividad personal,
que el conocimiento histórico. Éste es un trabajo, el
trabajo colectivo de una comunidad organizada que cuenta
con sus especialistas, todos los cuales “objetivan” ese
Pasado, lo hacen suyo y se posicionan ante él, tomando
distancia.
Uno de los mayores atentados a la libertad de los pueblos
consiste en la usurpación, manipulación y borrado
selectivo de su pasado. Esto mismo explica la debilidad de
acción de los pueblos hispánicos, tanto de los españoles
de las Américas como de los españoles peninsulares. Siglos
de derrota y decadencia les han llevado a interiorizar la
Leyenda Negra, todo un sistema de falsedades y verdades a
medias cuya función principal estriba en bloquear la
confrontación objetiva de dichos pueblos con su pasado y
reconocerse como víctimas colonizadas de la vanguardia del
capitalismo, Gran Bretaña y Estados Unidos. Todo pueblo
colonizado es un pueblo ultra-explotado. A la explotación
sufrida por la clase obrera y campesina como tal, se le
añade la explotación sufrida por vivir en una colonia,
formal o informal, de una metrópoli dominante. Ser una
colonia informal significa poseer himno, bandera, Jefatura
de Estado, ejércitos para los desfiles, etc. pero ninguna
soberanía nacional efectiva. Y la soberanía nacional
efectiva significa, en el orden económico, poder sobre
las decisiones últimas, decisiones que atañen a la
protección de la producción nacional y a la defensa de sus
propias clases productoras (sus trabajadores y sus
creadores de puestos de trabajo).
Si bien el marxismo ha estudiado a fondo, y desde
numerosos puntos de enfoque, toda la temática de la
alienación (que es múltiple: económica, tecnológica,
cultural…), resta, e nuestro entender, un estudio profundo
de la alienación histórica, la cual cobra un
espesor característico dentro de la alienación cultural y
dentro de la subordinación ideológica de los pueblos.
La antropología que se desprende de la obra de Marx no es
un naturalismo ramplón ni menos aún un economicismo
“materialista”. Los grandes autores marxistas
del siglo XX han pugnado duramente por romper con el
“materialismo” de Marx. A mi juicio son éstos, en orden
cronológico: Gramsci, Preve y Fusaro.
Marx se inscribe en la mejor tradición idealista y, antes
de ella, realista aristotélica. Lo que de manera genial y
grandiosa ha construido Marx es una Ontología del Ser
Social, una ontología del hombre como ser
esencialmente comunitario que, desde su llegada al nivel
civilizado, siempre ha pugnado en contra de fuerzas
disgregadoras, disolventes, atomistas. La Ontología del
Ser Social es, a un tiempo, theoria, contemplación
de ésta realidad que incluye al propio ser individual y
colectivo, los seres contempladores, pero a la vez es,
necesariamente, una filosofía de la praxis: de la
acción consciente en la sociedad, acción que busca la
transformación de las estructuras político-económicas que,
por injustas son irracionales y por irracionales resultan
injustas.
De ahí la importancia de esa confrontación objetiva con el
Pasado, no la ingeniería social de una “memoria
histórica”, cargada de odios renovados, resentimientos,
parcialidades, en suma, de ideología. La confrontación
objetiva con el Pasado significa lucha contra el
“fatalismo” (“En España somos así, no tenemos remedio”,
“siempre ganan los mismos, los poderosos”) y contra el
“presentismo” (“lo que es, es porque tenía que ser así”,
“lo que tenga que ser, será”), el cual no es otra cosa que
una versión del fatalismo, aún más refractaria hacia la
contemplación del Pasado.
La antropología marxista
está inscrita en esa Ontología del Ser Social, y en modo
alguno es una suerte de “historia abstracta”. Lejos todo
cientifismo, la antropología de Marx es un tratado del ser
del hombre. Escribe Prior:
“… Marx tiene una antropología, la cual no es una
abstracción de la historia, sino el abstracto de la
historia. Dicho de otro modo: la concepción de Marx se
contrapone diametralmente a todas las tendencias a separar
insalvablemente y contraponer una a otra la antropología y
la sociología, el estudio de la esencialidad y la
investigación de la estructuración sociohistórica del
hombre. Para Marx, el “ser del hombre” se encuentra
precisamente en el “ser” del proceso social global y
evolutivo de la humanidad, en la unidad interna de este
proceso”. (op. cit. pps. 60-61).
Gran parte del pensamiento que se reclama heredero del
marxismo es un pensamiento anti-metafísico, que sufre una
verdadera alergia al ser. Las construcciones que se han
ido haciendo en el siglo XX, especialmente las ruinas que
quedan tras la caída del Muro de Berlín (1989) son, en
realidad, viejos mitos disfrazados de jerigonza
filosófica, y siempre ajenos a una verdadera Ontología del
Ser Social. En esas construcciones y ruinas, o alzadas
sobre ruinas, uno puede encontrar de todo: marxismo
analítico, marxismo lacaniano, “materialismo filosófico”
Gustavo-Buenista, etc. Pongan aquí todas las combinaciones
de moda posibles. Normalmente el vocablo “materialismo” no
suele faltar –sustituyendo el ser por la materia- y la
presunta originalidad del epígono consiste en añadirle un
adjetivo o una modulación complementaria. Qué poca
valentía intelectual hallamos en esos pensadores “de
izquierda” a la hora de declararse abiertamente
idealistas, como idealista fue Hegel, como idealista fue
Gramsci, y como idealistas son, más recientemente,
Costanzo Preve y Diego Fusaro. Un idealismo en sí mismo
revolucionario, pues es “idealista” al no aceptar el
estado de cosas, se torna insoportable a los ojos del
crítico, pero un idealismo comunitario, esto es, realista,
aristotélico-tomista, en el sentido de que hay un Ser del
Hombre, comunitario, esencialmente social, que funda el
sentido común, el sentido de la Justicia y de vida en
común en la Polis.
Los atletas y malabaristas de la teoría dan la espalda a
la realidad. En el marxismo contemporáneo hay mucha
“teoría” y poca “realidad”. Escribió, al respecto, E.P.
Thompson, refiriéndose a un campeón del teoricismo
marxista (op. cit. p. 43):
“Lo que hace Althusser no es tanto confundir el
pensamiento con lo real como privar a la realidad de sus
propios determinantes afirmando la incognoscibilidad de lo
real, reduciendo así lo real a la teoría”.
La izquierda contemporánea occidental se ha enredado en
sus teorías y se ha vuelto agnóstica y hasta nihilista con
respecto a la realidad. No existe “el hombre”, no existe
“la realidad”, no existe “la sociedad”, todo son
construcciones, estructuras, relatos. La deriva que ha
tomado, desde un teoricismo abstracto, pasando a un
relativismo “narrativo” es hoy bien notoria y escandalosa.
Mientras que el neoliberalismo ha redoblado sus esfuerzos
por colonizar mentes y países, los que estaban llamados a
defender una antropología realista, la más realista
posible, que es la que desde Aristóteles, pasando por
Santo Tomás y Marx, defiende el Bien común y la existencia
esencialmente comunitaria del hombre, ésos que se dicen
“izquierda” se han engolfado –en cambio- en las sandeces
posmodernas, donde todos son “construcciones”, “relatos” y
“derecho a decidir”.
La izquierda está dando por bueno lo que la realidad
niega. Nos encontramos, pues, con niños que desean ser
niñas y viceversa, con animales con derechos humanos, y
derechos humanos negados a los niños que están a punto de
salir de los vientres. Tenemos una ingeniería de “nuevos”
derechos humanos, cada día inventan uno, mientras que
proliferan las granjas humanas con vientres de alquiler.
Cualquiera puede tener derecho a ser “padre”, más allá de
la existencia de una pareja heterosexual estable y que se
ama: cualquiera. Se pone por delante el derecho del
consumidor dispuesto a comprar niños y a alquilar
vientres, muy por delante del derecho (sagrado) de un niño
a tener una familia, una familia dotada de padre y madre
que les quiera. Es este anti-realismo de la izquierda
postmoderna el que está dando arcadas a quienes, por su
situación laboral y social, por su compromiso ético, por
su estatus o profesión, estaba llamado a militar en sus
filas siempre que esa izquierda intelectual no hubiera
desbarrado gravemente.
Déjense de “materialismos”. Analicen la realidad, y
vuelvan a ella. El hombre como ser social y espiritual
corre peligro. La familia y las naciones corren peligro.
La vida “buena”, con amigos y amor, con trabajo digno y
orgullo de ser, corre peligro. Este mensaje, el del Marx
como teórico de la Comunidad y del Ser Social, es el que
habría que recuperar. |