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URBANISMO Y
CIUDAD
La
ciudad clásica en la urbe hispanoamericana
RUBEN OSVALDO
CHIAPPERO
1.
Introducción
Desde la más remota antigüedad, el florecimiento de centros
urbanos afianzados e interconectados dentro de la organización
de los asentamientos humanos en el territorio, se debió
sustancialmente a la secuencia de siembra, cosecha y acopio. Una
de las innovaciones fundamentales fue el arado mediante el cual
se trabajó con mayor rendimiento la preparación de la tierra
para recibir las semillas pero, también, trazó los primeros
surcos en línea recta para direccionar el agua benefactora de
las llanuras inundables, facilitó la demarcación de las
divisiones simples que se necesitaban para planificar las
cosechas y determinar las primitivas propiedades comunitarias y
recompuso las parcelas luego de un desborde anual de los grandes
ríos de llanura, como el Tigris, el Éufrates o el Nilo. La trama
organizada por los surcos rectos logrados con el arado como
instrumento de demarcación del territorio, aseguraba la
organización de las tareas y de la tierra apta y, a su vez,
ampliaba las posibilidades concretas de éxito en estos
menesteres
Desde esta necesidad, la estabilidad geográfica del grupo humano
implicó el asentamiento más firme que se produjo
satisfactoriamente cuando se construyeron las viviendas, los
graneros, las sedes gubernamentales y los templos con materiales
perdurables. La sociedad se estabilizó en su morada y su
desarrollo tuvo individuos que, permaneciendo en el poblado, se
dedicaron a la confección de utensilios, vasijas, tejidos y
demás objetos utilitarios para la vida cotidiana. Y la base
rectilínea del campo cultivable se trasladó por economía,
practicidad y posesión a la división cómoda del terreno donde se
edificaría la también cuadrilonga vivienda. De este modo, la
recta fue una constante dentro de la extensa historia de la
construcción de ciudades.
Si bien lo rectilíneo convivió con los asentamientos circulares,
más pregnante y fuerte resultó la disposición en cuadrícula que,
a su vez, permitió claridad en la organización social
establecida mediante reglas de convivencia y con un jefe que
ejercía la conducción política. El orden en la edificación, el
orden social, político y económico, finalmente, originó el
concepto y la estructura de la ciudad y desde ella el Estado el
cual, según Aristóteles, “es evidentemente una asociación, y
toda asociación no se forma sino en vista de algún bien, puesto
que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada
sino en vista de lo que les parece ser bueno”.
Desde la antigua Grecia a las ciudades de la América incorporada
a la órbita europea, la trama rectilínea fue soporte y madurez
de las múltiples soluciones urbanas de continuidad definida que
se concatenan a lo largo de la historia. El diseño de la ciudad
contaba con una base intelectiva y experimental, con una cabal
idoneidad para operar en sus elementos y componentes, y con una
base humanista que lo situaba entre los arte-factos más
preciados que el hombre, en sociedad, generó en el devenir de
los tiempos.
La resignificación de las condiciones histórico culturales en
sus características más generales, desde sus antecedentes
europeos a la definición de los componentes representativos de
las dimensiones productivas, sociales y simbólicas de la
sociedad de los últimos tiempos, es un interesante abordaje
desde el cual comprender la dimensión del urbanismo resultante
de la praxis hispanoamericana. Un análisis atento de la
estructura funcional de las ciudades hispanoamericanas, reconoce
procedencias, derivaciones, y relaciones que se proyectan como
una superación a la mera división regular del territorio para
constituir el suelo urbano.
La originalidad de la ciudad de Hispanoamérica se encuentra en
los procesos de planificación y desarrollo de las divisiones
administrativas y la materialidad de sus sedes, contenedoras de
todos los organismos civiles y religiosos, pero la
característica más notoria de estas ciudades es que no tienen
antecedentes directos e inmediatos en el pasado más lejano. La
ciudad hispanoamericana en sus características esenciales puede
hacer pensar en un “modelo preexistente” pero en realidad se
trata de la confluencia y convergencia de caracteres modélicos
asumidos tácitamente y que se tradujeron, finalmente, en
normativas urbanizadoras que van desde la “Instrucción” a Pedro
Arias de Ávila (Pedrarias Dávila) en 1513, a normativas más
explícitas, como en la “Real Cédula” otorgada a Francisco de
Garay en 1521, la “Instrucción” de Carlos V a Hernán Cortés en
1523, y las posteriores Ordenanzas de Población, de Felipe II,
en 1573.
De este modo, la ciudad hispanoamericana sí reconoce un patrón
fundacional que unifica el carácter urbano y la disposición de
sus elementos, con lo cual, el modelo urbano responde no sólo a
la retícula como disposición física primordial, sino también a
relaciones estratégicas de ocupación y poblamiento del
territorio que se concatenan directamente con unificar las
acciones de conquistar, controlar y adoctrinar las poblaciones
naturales. Este patrón fundacional establece conexiones,
indirectas pero claramente legibles, en la antigüedad clásica ya
que, siguiendo la línea de pensamiento de Aristóteles y sus
reflexiones, la ciudad “no es más que una asociación de seres
iguales, que aspiran en común a conseguir una existencia dichosa
y fácil” sobre un territorio del que reinvindica su dominio.
Esta situación será similar en la ciudad hispanoamericana que
consolidaba con su fundación la presencia en la tierra
circundante. O con la semejanza en su planificación política del
territorio dominado con el Imperio Romano que se había impuesto
y mantenido a través de un sistemático establecimiento de
ciudades ex novo en varias regiones de la Británica, de la
península ibérica y también, en otras provincias continentales.
La ciudad hispanoamericana no es sólo una trama regular cuyos
antecedentes se ubican más directamente en las urbanizaciones
españolas ortogonales del medioevo, en la transformación del
modelo urbanístico renacentista, en las bastides francesas y en
menor medida, en los centros urbanos de grandes avenidas rectas
de los naturales de América previos a la conquista. Implica,
además, un eslabón de enlace entre los conceptos de polis y urbs
que permanecieron en el colectivo europeo conformando la base de
la cultura occidental y afloraron perceptiblemente con la
incorporación de América a la órbita europea, materializada en
cada centro urbano que consolidaba el territorio políticamente y
sumaba el sentido misional a la presencia hispana.
La ciudad hispanoamericana, en su estabilidad de retícula
homogénea recibió las influencias posteriores que sobre su
estructura ejercieron los cambios políticos y económicos del
siglo XIX. Se presentó, entonces, la reaparición formal de los
códigos clásicos en la ciudad construida y en la ciudad
política. Los códigos provenientes de naciones metropolitanas
ejercieron una presión que se tradujo en pensamientos, modas
estilísticas y acciones para lograr un nuevo orden gubernamental
y social. Y los cambios en la estructura urbana que se había
consolidado en siglos de dominación española fueron propiciados
desde el poder como una pretensión de ruptura casi radical con
el pasado y generar un escenario moderno también en la ciudad
heredada.
La visión decimonónica se prolongará en las ciudades
hispanoamericanas adentrándose en el siglo XX y, con la
aparición de las nuevas utopías de la modernidad, se produjo
una reconversión simbólica y económica de los factores urbanos.
Cuando la modernidad se tornó en proyecto de discusión y de
recelos, la oposición de los fragmentos y la dispersión urbana
contemporánea latinoamericana se impuso frente a la imagen de
permanencia de las ciudades del desarrollo. El desafío producido
frente a la tentación de suplantar las tradiciones urbanas
históricas por las nuevas motivaciones e interpretaciones
ambivalentes del cambio y la urgencia presentes en las naciones
hegemónicas, desembarcó también en la ciudad que, en su trama y
condiciones generales, permaneció subyaciendo con su propia
historia e identificación regional más allá de los
deslumbramientos globales y supraestructurales.
La ciudad de la antigua América hispana se presenta actualmente
como reflejo inevitable del permanente cambio de la Humanidad. Y
por ello, se torna necesario e imperioso recrear la praxis
urbanística que abarca desde los implícitos o explícitos
antecedentes europeos a las encrucijadas frente a la continuidad
existencial, dentro del eje universal de la innovación y la
creatividad pero, también, de la permanencia de la herencia
cultural e histórica.
2. Las referencias de la ciudad clásica en la estructura urbana
indiana
La referencia clásica de la ciudad griega es Atenas, un
entramado irregular de células desarrollado a los pies de la
acrópolis, una sobreelevación natural que permitió inicialmente
su fortificación deviniendo, luego, en recinto sagrado. Pero,
los arquitectos originaron un diseño urbano general, regular y
fácil de ser ejecutado cuando tuvieron grandes posibilidades de
levantar ciudades completas en otros sitios. Atenas era
inmutable en su conformación física, por lo que la referencia
intelectiva de la recta y el orden geométrico de las nuevas
ciudades otorgaron indudable sentido de equilibrio y armonía que
era concordante con la idealización de la belleza en la
representación del cuerpo humano.
Estos nuevos asentamientos, con sus principios rectores en la
trama regular constituida por calles rectas y parcelas
rectangulares, concebidos como áreas finitas posibles de ser
abarcadas ocularmente, políticamente manejables, y con sus
límites dados por las escarpadas laderas de los montes o la
ribera del mar, los había trazado Hipodamo, el geómetra,
legislador y más filósofo que arquitecto, en el siglo V a.C. A
él se atribuyen los planos de El Pireo, probablemente en época
de Pericles, de Rodas (408 a.C.) -ambos modificados
posteriormente- y de Turios ( 443 a.C.), en la península
itálica.
La patria del geómetra, Mileto, fue reedificada en el 475 a.C.
luego de su destrucción por parte de los persas en el 494 a.C.
siguiendo el plan de reedificación elaborado por Hipodamo con el
cual, se quebró la tradición de irregular organicidad
proponiendo una novedosa variación: el amanzanamiento regular y
perfectamente adecuable para las necesidades arquitectónicas de
la sociedad.
Se afirma que más de siete decenas de ciudades le deben su
directa influencia, como es el caso de Prienne o Alejandría,
entre otras, que emplazadas sobre las costas del Mediterráneo
muestran su clara parrilla regular circundada por murallas
adaptadas a la topografía local. En su trama se ubican el ágora
–integración de edificios representativos agrupados en torno a
un espacio abierto- y el espacio del mercado, sitios donde se
resuelve la vida pública de los ciudadanos. La ciudad, entonces,
era más que una retícula regular: resultaba una construcción
material de la teoría de la participación de los ciudadanos en
las decisiones que atendían al común vivir cotidiano e
institucional.
Es en este punto en que la ciudad hispanoamericana se puede
relacionar con aquellos lejanos principios urbanísticos. La
plaza, un espacio vacío en la trama regular, fue el centro
neurálgico de la vida organizada por los españoles en el
continente americano. Y como en la antigua Grecia, las
resonancias políticas de la organización virreinal tuvieron
centro indiscutido en el espacio de la plaza. Rodeada de los
principales edificios –el Cabildo y la iglesia Matriz, más las
vivienda de los principales colaboradores en la gesta
conquistadora y en la fundación de la ciudad-, la plaza
hispanoamericana fue un fermento continuo en la vida ciudadana
resolviéndose las funciones políticas, religiosas, sociales y
comerciales en un solo ámbito. Es aquí donde radica la
diferencia ya que, según Aristóteles, la plaza no debe ser
invadida por elementos que perjudiquen la belleza y orden de la
misma: los artesanos, labradores y todo individuo de esta clase,
a menos que los llame un magistrado, tienen prohibida la entrada
a la plaza principal, aunque se reservaba expresamente otro
espacio abierto para el comercio y el mercado.
La plaza, en el modelo ideal de las Ordenanzas de Felipe II,
retomaba esta fuente clásica que diferenciaba las actividades de
cada espacio abierto aunque en la praxis urbanística, la
unificación en un solo espacio -la plaza- fue moneda corriente y
aceptada por simplicidad y conveniencia. Es necesario atender a
que, si bien en forma más orgánica, heterogénea y sin
planificaciones teóricas, algo similar ocurrió en la ciudad
medioeval donde la duplicación de las plazas –frente a la Comuna
o Ayuntamiento y a la Catedral con el mercado- otorgó un
dinamismo sectorizado a los habitantes, quienes satisfacían sus
necesidades básicas y las superiores del espíritu en cada
espacio urbano diferenciado.
De igual modo, las fuentes aristotélicas dieron apoyo a que la
ciudad tuviese un emplazamiento correcto pues también en las
Indias Occidentales, la fundación se hacía en sitios que
tuviesen los cuatro puntos señalados por Aristóteles como
óptimos y a tenerse en cuenta: 1) la salubridad, en cuanto a la
posición solar y a los vientos predominantes; 2) el sitio de
fundación, elegido teniendo la relación de las actividades de
los habitantes como también los ataques que pudiese soportar,
prefiriendo la llanura; 3) la existencia de algún curso de agua
fluvial o de fuente y, en caso de no contar con ello, precaverse
construyendo depósitos para tener abundante líquido vital, sobre
todo en caso de asedio prolongado; 4) la disposición de las
habitaciones –que se trasladará al amanzanamiento- alineadas
conforme a lo planteado por Hipodamo.
Pero también dieron sustento a la relación política establecida
en las ciudades de la América Española pues aquí, en similitud
de concepto, se proyectó aquel referido a que la ciudad estaba
formada en la organización política (la masa política la llama
Aristóteles) y en que sus asociaciones puede proveer a los
requerimientos propios de su existencia. En la Grecia del Siglo
XI a.C. la concepción de ciudad se ajustaba a la idea de una
forma de vida humana frente a la condición física y con ello se
dió el inicio de la idea política de la democracia. En la
América virreinal, la sujeción al sistema monárquico absoluto
remitía a una parcial posibilidad de gobierno de los ciudadanos
en los Cabildos, que como institución, se componían de los
principales vecinos que organizaban las normativas de
convivencia y representatividad.
Grecia fue la civilización que originó la planificación de la
ciudad y sus filósofos, Platón y Aristóteles se ocuparon del
tema. Para Aristóteles lo central era el límite de habitantes,
que aseguraba el conocimiento mutuo y las relaciones de
seguridad urbana y para Platón, en Las Leyes, la ciudad ideal
debía contener 5.040 habitantes lo cual permitía la distribución
equitativa de las tierras, aseguraba integrar campaña y ciudad y
facilitaba la realización de reuniones públicas donde todos
pudiesen asistir. Este es el sentido ideal de la posibilidad de
llevar a la práctica las leyes que involucraban hasta aspectos
de la vida privada de los individuos, los que, sin ánimo de
lucro, se orientarían al autoabastecimiento y asegurarían su
progreso a través del comercio confiado a profesionales aunque
éstos no contarían con la condición de vecinos de la ciudad.
En esta línea de pensamiento, para los griegos, la polis va más
allá de ser centro de las actividades humanas. Encarna un ideal
de vida, la forma más perfecta de sociedad civil donde el
conjunto de ciudadanos ejercían sus derechos cívicos y el
territorio no era una variable dependiente de la conformación
del Estado sino que, sobre él, sólo se ejercía el domino. Si el
cuerpo cívico sobrevivía a una contienda y las tradiciones eran
posibles de rehacerlas en otro sitio, la polis estaba salvada.
Pero la ciudad antigua tuvo reflejo más notorio y palpable en
Hispanoamérica en la huella que dejó la ciudad organizada por
los romanos con base en los campamentos militares. La tradición
clásica de Hipodamo de Mileto con su fórmula de distribución
regular y capacidad de repetición serial sin límite, se
constituyó en estrategia de planificación militar entre los
romanos para sus campamentos de soldados y sobre esta base
concibieron a la nueva ciudad sobre aspectos humanos antes que
ideales.
Para los atenienses, la polis era substancialmente “la comunidad
humana” y secundariamente tomaba la acepción o significado de
“estructura o entorno físico”. Para los romanos, la civitas era
una reunión de personas con vínculos de sociedad que reciben el
nombre de ciudadanos (civies) o sea, los habitantes, en tanto la
urbe (urbs) hace referencia a la estructura material de la
ciudad, la cual responde a las necesidades de su gobierno
militar. La ciudad de las colonias y provincias romanas muestran
una inequívoca adhesión a los esquemas geométricos recogidos en
tantas campañas pero también recuperan la traza rectilínea del
arado que constituyó la primera marca sobre el terreno de la
futura ciudad: la legendaria fundación de Roma tiene en Rómulo
su protagonista y su instrumento es el arado con el cual trazó
un cuadrado para delimitar los confines de la ciudad y sobre el
cual, se levantarían las murallas. Remo, quien salta el surco en
señal de irrespetuoso desafío hacia la ley impuesta por su
hermano de atravesar la línea sólo en donde se había establecido
que estarían las puertas de acceso, queda en la leyenda dando
entidad a la urbs, que significa muralla, o sea la estructura
física. Pero la civitas, que originalmente no tiene significados
matéricos, se consolidó en la cultura occidental con la acepción
de ciudad, en referencia unívoca a las estructuras físicas,
antes que las actividades humanas.
La ciudad romana fue sencilla en su trazado y organización. Dos
calles principales que se cortaban en ángulo recto, el cardo y
el decumanus, dividieron la ciudad en cuatro sectores donde las
calles tuvieron el énfasis de la organización estructural de la
imagen física del asentamiento. Y este esquema sencillo,
práctico, altamente razonable para repartir equitativamente la
tierra nueva, vino como base cierta en la traza de las nuevas
ciudades americanas.
En la ciudad romana, los monumentos estaban subordinados a la
calle más que presentarse como programas arquitectónicos
autónomos; y en una relación de confusión y monumentalidad, el
área central de Roma se embelleció y jerarquizó bajo la causa y
razón de imponer la sensación de grandiosidad y poder. En la
ciudad hispanoamericana, en las calles primarias que conectan la
plaza con el exterior de la ciudad se edificaron las iglesias,
los conjuntos conventuales y las viviendas de los principales
vecinos, mientras que las calles secundarias completaron la
estructura urbana, el esqueleto de la ciudad, cuya identidad
queda definida por su escala, abundancia económica y boato y
disposición de las edificaciones.
La ciudad hispanoamericana tiene en su conformación y estructura
las leyes fundamentales del urbanismo clásico, que, de un modo u
otro, supervivieron en la práctica y luego fueron legalizadas
por las leyes y disposiciones emanadas en el Medioevo. De este
modo, el establecimiento de un área común a todos los
habitantes, con los derechos y obligaciones de uso y usufructo,
viene a completar el orden establecido sui generis(1)
y que fue necesario administrar, organizar y reglamentar. En la
Ley 9, Título 28 de Las siete partidas de Alfonso X se establece
que “son del común de cada ciudad o villa las fuentes y las
plazas donde se hacen las ferias y los mercados… y todos los
otros lugares semejantes de estos que son establecidos y
otorgados para derecho comunal de cada ciudad o villa o
castillo u otro lugar” con lo cual la comunidad nueva conjugaba
los sentidos de la polis y la urbs, la reunión de la sociedad y
la disposición en común de los bienes.
3. Consideraciones finales
La ciudad hispanoamericana, un espacio determinado en el tiempo
y en la historia, comprende en su acervo singular de costumbres
y tradiciones, la unidad de sentido y la unidad de destino, lo
cual constituye su riqueza y su fortaleza más clara y
contundente. Tales términos, presentes en la ciudad clásica que
los proyectaba a sus habitantes y a sus relaciones de
convivencia y actividades, permanecen desde las fundaciones
hispanas y subyacen frente a las adversidades de los cambios y
las mutaciones que viene sufriendo constantemente la sociedad
occidental. Implicada en estos cambios, directa e
indirectamente, la ciudad actual de Latinoamérica es centro de
un sistema vasto de interacciones tecnológicas y de experiencias
comparadas que tiene frente a sí las costumbres y ritos
ancestrales que se pretende reemplazar o, directamente,
eliminar.
Pero esta ciudad, ligada fuertemente a una realidad que está
alejada de los centros del poder temporal e intelectual -aunque
las modas y los flujos de novedades sean incorporados sin mayor
conciencia y con resultados poco convincentes- rescata la
esperanza de construir una opción razonable para la convivencia.
Esto, tanto como sitio geográfico como simbólico, en un grado de
pertenencia y de capacidad de decisión local y regional que
impide la ficción de la aldea global, a pesar de los agoreros de
turno. La recuperación del pasado es uno de los síntomas de esta
esperanza que se traduce en rescatar las señales materiales e
inmateriales de cada comunidad, en reintegrar a la dinámica
urbana los centros históricos, en la construcción consciente del
diálogo entre el ayer y el hoy para proyectar el futuro como
también en propender a la concordia con la tecnología, el medio
ambiente y las aspiraciones humanas.
Y la ciudad tiene el desafío de interpretar y asumir los
procesos históricos que la generaron y la promueven, y facilitar
a sus habitantes la esencial libertad y la nutriente resolución
de ser parte activa de este símbolo de la experiencia de la
integración colectiva de europeos y americanos, que, junto a la
fe religiosa y la lengua, fue un bien primario que aportaron los
ibéricos al Nuevo Mundo.
NOTAS
1. La expresión sui generis (latín) está usada en el
significado de muy particular, tan particular, tan
especial, y en el sentido de que el orden urbano se
estableció según modalidades regionales pero siempre con una
base común que la da la el intelecto humano en su capacidad de
organizar, disponer y determinar las cosas a su necesidad.
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RUBEN OSVALDO
CHIAPPERO es
Arquitecto (UCSF);
Magíster en Conservación, Restauración y Rehabilitación de
Monumentos y Sitios (UCSF); Doctorando en Historia (USAL);
Académico Correspondiente de la Real Academia de Córdoba
(España); Miembro de Número de la Junta Provincial de Estudios
Históricos de Santa Fe; Profesor Nivel A e investigador en
historia de la arquitectura y del patrimonio (UCSF); autor de
libros y artículos publicados en Argentina, México y España.
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Vistas y planos de
ciudades clásicas e
hispanoamericanas:
Alejandría, Mileto, César Augusta,
México, Mendoza, Lima,
Salta, Córdoba |
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